viernes, 15 de agosto de 2008

Capítulo 10. El surgimiento de un paradigma posmoderno


Seminario Teológico Bautista Mexicano. Campus “Horeb”
Materia: Naturaleza y misión de la iglesia II
Profesor: Pastor Rafael Pola Baca
Alumno: Hno. César Roberto Ramos Gutiérrez

Reporte de lectura
Libro: “Misión en transformación”
Autor: David J. Bosch
Editorial: Libros de desafío

Resumen del Capítulo 10. “El surgimiento de un paradigma posmoderno”

El fin de la era moderna

Surgiría un paradigma más, al cual denominaremos, por el momento, el paradigma posmoderno. La situación respecto al paradigma posmoderno es fundamentalmente diferente. El nuevo paradigma, todavía se encuentra en el proceso de formación y aún no es del todo claro qué forma adoptará al fin. El período de transición entre paradigmas se caracteriza por un profundo sentido de incertidumbre, y de hecho la incertidumbre parece ser uno de las pocas constantes de la era contemporánea y uno de los factores que engendra fuertes reacciones a favor de la continuidad del paradigma de la Ilustración, aunque desde todo ángulo es innegable su declive. Descartes, apeló al principio de la duda radical como el meollo de su método. Marcó la pauta prácticamente para todo el desarrollo subsecuente de la ciencia, la filosofía, la teología, etc. Enfatizó una metodología racional y deductiva (o matemática) para la ciencia. El positivismo lógico del siglo veinte, tendía a reflejar la moda inductiva, mientras la teoría de falsificación propuesta puede ser considerada como una continuación de la tradición deductiva. La ciencia llegó a significar conocimiento preciso, datos absolutamente confiables, etc. Los teólogos y otros eruditos en las ciencias sociales abrazaron esta visión y la aplicaron meticulosamente a sus disciplinas, como atestigua gran parte de la teología (incluyendo sus subdisciplinas) del siglo diecinueve y la primera parte del siglo veinte. A todas luces, había en el ambiente la exigencia de una crítica más profunda al paradigma de la Ilustración. La historia, vista como algo más que un recipiente de anécdota y cronología, pudo producir una transformación decisiva de la imagen de la ciencia de la cual hoy estamos poseídos. Bajo todas estas perspectivas la teoría científica, la historia, la sociología y la hermenéutica van de la mano. Está surgiendo una visión nueva que afecta a todas las ciencias, tanto a las humanas como a las naturales.

El desafío a la Ilustración

La expansión del racionalismo

Durante el siglo veinte: el cristianismo se propagó en términos de una experiencia religiosa única, como algo limitado a la vida privada, como algo más racional que la ciencia misma, como la regla para toda la sociedad y como lo que podía liberar a la humanidad de toda forma de apego religioso redundante. A pesar de las muchas veces brutal supresión de la religión en la bloque soviético y la China, ahora ha llegado a ser evidente que el cristianismo está en proceso de expansión y no de declinación en esos y otros lugares similares. El resurgir de la religión, sin embargo, tiene mucha más sustancia. Una razón fundamental detrás de ello es la estrechez de la percepción característica de la Ilustración de que la racionalidad constituía una piedra angular adecuada sobre la cual uno podría edificar su vida. La racionalidad tiene que ser ampliada. Una manera de lograrlo es reconocer que el lenguaje nunca puede ser un medio de precisión absoluta; que es imposible, a la larga, definir las leyes científicas y las verdades teológicas. La metáfora, el símbolo, el rito, la señal y el mito, despreciados durante siglos por personas interesadas únicamente en las expresiones exactas, están hoy resucitando, pues crean formas que sintetizan y evocan la integración de la mente y la voluntad; no sólo tocan la mente y sus concepciones y evocan una acción dirigida, sino que obligan al corazón. Los acontecimientos posmodernos han demostrado que la ciencia no es inherentemente adversa a la fe cristiana. Esta observación no debe, sin embargo, llevarnos a postular que ya no existe tensión alguna entre la fe y la razón, entre la religión y el mundo de la ciencia.

Más allá del esquema sujeto-objeto

El dominio sobre la naturaleza y su objetivización, así como el sometimiento del mundo físico a la mente y la voluntad humanas, según el patrón de la Ilustración, tuvo consecuencias desastrosas. Resultó en un mundo cerrado, en esencia completo e inmutable… simple y superficial, y fundamentalmente sin misterio. El llamado, entonces, es a una reorientación básica. Uno debe volver al concepto de sí mismo como un hijo o una hija de la Madre Tierra, como hermana y hermano frente a otros seres humanos. El llamado es a pensar en términos integrales en vez de analíticos, enfatizando el aspecto de estar juntos antes que la distancia, rompiendo con el dualismo entre mente y cuerpo, y entre sujeto y objeto, y subrayando la simbiosis.

El redescubrimiento de la dimensión teleológica

Hacia finales del siglo diecinueve, sin embargo, y más distintivamente en el veinte, se dio un cambio radical de una teología no-escatológica a una escatológica. Esto señala una ruptura con la idea de que todo tiene que ser consecuencia predecible o determinada de alguna ley, algo dado de manera inmutable. Se reintrodujeron las categorías de contingencia e incertidumbre. Las nociones de arrepentimiento y conversión, de visión, de responsabilidad, de revisión de realidades y posiciones anteriores, sumergidas por muchos años por la lógica sofocante del rígido pensamiento causa-efecto, vuelven a surgir una vez más para inspirar a personas cuya esperanza se había desvanecido y al mismo tiempo para dar una nueva importancia a la misión cristiana.

El desafío al pensamiento progresista

Las consecuencias del modelo del desarrollo, sin embargo, fueron contrarias a lo que se había esperado. Los países ricos se volvieron más ricos y los pobres aún más pobres. En los países pobres, las clases privilegiadas parecen ser las que se han beneficiado más de los programas. Social y ecológicamente los resultados fueron a menudo casi desastrosos. los proyectos de desarrollo con frecuencia tuvieron el efecto opuesto a lo esperado: los desarrollistas de Occidente se volvían aún más poderosos que antes, y la brecha del poder entre norte y sur, en vez de cerrarse, de hecho se abrió más. Se propagó, entonces, un nuevo modelo. El problema ya no radicaba en la relación entre el atraso y la modernidad, como habían pensado las personas cuyo pensamiento estaba permeado por el marco de la Ilustración, sino en la relación entre dependencia y liberación.

Un marco fiduciario

La objetividad, generalmente atribuida a la ciencias exactas, ha demostrado ser una ilusión y, en efecto, un ideal falso. Mientras uno vive y piensa dentro del marco de referencia de un determinado paradigma, éste le provee a uno la estructura de plausibilidad según la cual se interpreta toda realidad. Después de la Ilustración, sería irresponsable no sujetar nuestro marco fiduciario a una severa crítica, o dejar de considerar la posibilidad de que la Verdad sea realmente distinta de lo que nosotros pensamos que es. Nos percatemos o no, los acontecimientos de los últimos tres siglos han acentuado en gran manera nuestra capacidad de crítica y es imposible retornar a nuestra inocencia anterior. El asumir una postura cristiana autocrítica puede ser en el mundo moderno la única manera de neutralizar las ideologías; el único vehículo que puede salvarnos del autoengaño y librarnos de depender de sueños utópicos.

Optimismo en disciplina

El creer que todos los problemas pueden resolverse en principio también se encuentra bajo presión creciente. El sueño de un mundo unido, donde todos disfruten de paz, libertad y justicia, se volvió una pesadilla de conflicto, esclavitud e injusticia. La decepción es de tal magnitud y tan fundamental que es imposible desconocerla o reprimirla. Una vez más estamos conscientes, igual que nuestros antecesores, de la imposibilidad de conocer más que una fracción de la realidad. Este es el momento en que la Iglesia y la misión cristianas, una vez más, podrían humilde pero firmemente presentar la visión del Reino de Dios, no como una utopía sino como una realidad escatológica que brilla, aunque de manera opaca, en medio del presente sombrío, lo ilumina y le da sentido.

Hacia la interdependencia

El credo de la Ilustración enseñaba que cada individuo está en libertad de buscar su propia felicidad, independientemente de lo que otros piensen o digan. Este acercamiento tuvo consecuencias desastrosas. Hay en los individuos demasiada autosuficiencia para reconocer sus raíces religiosas o nutrirse de ellas, demasiada sofisticación para ser engañados por el brillo de una y otra ideología irracional; todo lo que les queda al final es el abrazo del nihilismo. Libres para utilizar su poder como quieran, los seres humanos modernos no tienen punto de referencia fuera de ellos mismos, ninguna garantía de que su libertad va a ser utilizada responsablemente y para el bien común. La autonomía del individuo, tan elogiada en décadas recientes, ha terminado en la heteronomía: la libertad para creer cualquier cosa, que ha terminado en la falta de creencia alguna. El rehusar correr el riesgo de la interdependencia al fin y al cabo ha resultado en la alienación de uno mismo. Se necesitan dos cosas para romper la cadena de esta espuria doctrina de la autonomía y rescatar lo verdaderamente humano. Primero, debemos reafirmar lo indispensable de la convicción y del compromiso. Sin ellos, a largo plazo, nadie sobrevive en realidad. Lo que se demanda ahora es estar dispuestos a una postura firme aun si resulta no conformista o peligrosa. La tolerancia no es una virtud sin ambigüedad, especialmente la del tipo yo estoy bien, tu estás bien, que no deja lugar para el desafío mutuo. En segundo lugar, necesitamos recobrar el sentido de pertenencia, de interdependencia, de simbiosis. El individuo no es un mónada sino que forma parte de un organismo. Vivimos en un mundo, en el cual el rescate de unos a expensas de otros no es posible. Únicamente hay salvación y supervivencia juntos. Esto incluye no sólo una nueva relación hacia la naturaleza sino también entre las personas. La psicología de la separación tiene que abrir paso a una epistemología de la participación. La generación del ‘yo’ tiene que ceder ante la generación de ‘nosotros’. La razón instrumental de la Ilustración necesita el complemento de la razón comunicativa, porque la existencia humana es por definición una existencia intersubjetiva. En esto radica precisamente la actualidad del redescubrimiento de la Iglesia como cuerpo de Cristo y de la misión cristiana como edificación de una comunidad de quienes comparten un destino común.

The end.

1 comentario:

FERNANDO RODRIGUEZ dijo...

Diez
El surgimiento de un paradigma posmoderno
El fin de la era moderna
Descartes, ampliamente considerado como el padre de la Ilustración, apeló al principio de la duda radical como el
meollo de su método. Únicamente la duda, creía él, purgaría la mente humana de toda opinión basada en la mera confianza
abriéndola a un conocimiento fundamentado en la razón (para una discusión penetrante de la «doctrina de la duda», cf.
Polanyi, 1958:269–298). Con esta posición epistemológica Descartes marcó la pauta prácticamente para todo el desarrollo
subsecuente de la ciencia, la filosofía, la teología, etc. Naturalmente, muchos eruditos superaron la posición de Descartes,
pero sin alterarla fundamentalmente


Los eventos de la historia mundial, en particular dos guerras mundiales devastadoras (1914–1918; 1939–1945) y todas
las secuelas que siguieron, también contribuyeron al desmoronamiento incontenible del «realismo ingenuo» del paradigma
convencional. En la teología, Karl Barth, con su «teología de la crisis», fue el primero en romper fundamentalmente
con la tradición teológica liberal para inaugurar un nuevo paradigma teológico. No fue distinto de lo ocurrido en otras disciplinas.
Llegó a ser evidente que Occidente, con la comprensión de la realidad heredada del pasado, estaba en aprietos.
Entre la I Guerra Mundial y la II, filósofos de la historia como Oswald Spengler y Pitirim Sorokin intentaron analizar los
cambios fundamentales que empezaban a tener lugar en la cultura occidental.2

A pesar de sus diferencias, podría argumentarse que existe un grado de convergencia entre las teorías propuestas por
Kuhn y Polanyi. Habermas, Paul Ricoeur y, más recientemente, John Thompson y Charles Taylor han elaborado ideas
similares (cf. Nel 1988). Bajo todas estas perspectivas la teoría científica, la historia, la sociología y la hermenéutica van de
la mano (cf. Küng 1987:162). Está surgiendo una visión nueva que afecta a todas las ciencias, tanto a las humanas como
a las naturales. Habermas afirma que, además de la razón «instrumental» de la Ilustración, debemos crear espacio para lo
que él llama la razón «comunicativa». Y Kuhn argumenta que el conocimiento científico no es el resultado de una investigación
objetiva, ni «instrumental», ni «mecanicista», sino el producto de las circunstancias históricas de una comunicación
«intersubjetiva». De esta manera él desafía la tesis de la Ilustración que le daba prioridad al pensar sobre el ser, y a la
razón sobre la acción (cf. Lugg 1987:176).

El desafío a la Ilustración

La expansión del racionalismo
Exactamente lo opuesto parece ser el caso ahora, sin embargo. No la religión en sí sino la doctrina que predijo su declinación
resultó ser una ilusión (cf. Lübbe 1986:14; Küng 1987:23). Las «religiones no cristianas» no han desaparecido,
como había sugerido J. Warneck (1909). El siglo veinte ha visto un resurgir poderoso de las llamadas religiones mundiales:
Islam, el budismo y el hinduismo. Lo mismo es cierto respecto al cristianismo, y mucho de esto ha sucedido precisamente
en las comunidades donde la Ilustración ha predominado durante siglos, como lo demuestra un vistazo a la World
Christian Encyclopedia (Enciclopedia Mundial del Cristianismo) (1982), de David Barrett. A principios del siglo veinte apareció
una novedosa y vigorosa versión del cristianismo, el movimiento pentecostal, y desde aquel entonces ha crecido y ha
llegado a formar la denominación protestante más grande, y ha superado a la comunidad luterana, a la reformada y a la
anglicana (Barrett 1982:838). A pesar de las muchas veces brutal supresión de la religión en la bloque soviético y la China,
ahora ha llegado a ser evidente que el cristianismo está en proceso de expansión y no de declinación en esos y otros lugares
similares. En Polonia, a pesar de casi cincuenta años de gobierno marxista, la Iglesia Católica Romana parece tener
más apoyo de la población que en cualquier época de la historia actual. En América Latina, donde —según se dice— el
cristianismo promedio era algo más bien nominal o superficial3, parece haber un vigor ni siquiera soñado en el catolicismo
romano manifestado, inter alia, en las comunidades eclesiales de base. Los pronósticos del crecimiento numérico del cristianismo
en África se revisan con frecuencia porque de repente prueban que son demasiado modestos
No estoy sugiriendo, entonces, el abandono de la racionalidad. Es imprescindible escoger de lo mejor de las expresiones
modernas de la ciencia, la filosofía, la crítica literaria, el método histórico y el análisis social y «constantemente reflexionar
y repensar nuestro entendimiento teológico a la luz de todo ello» (Young 1988:311). Debemos, de hecho, retener
y defender el poder crítico de la Ilustración pero, a la vez, rechazar su reduccionismo. Estamos llamados a reconcebir la
racionalidad expandiéndola para incluir mucho más que res cogitans. Esto implica que en nuestra visión global de la realidad
tiene que incluirse la dimensión religiosa. Paradójicamente, es la única manera en que se puede rescatar la Ilustración
(cf. Lübbe 1986:18). Sin el elemento religioso, dice Guardini (1959:113), la vida se vuelve como un motor sin aceite, se
entumece. Cuando la religión «se desmorona o se seca, no sólo sufren las personas por falta de sentido en la vida sino
también la civilización se resquebraja» (Stackhouse 1988:82). El alma humana aborrece el vacío. Si la fe en Dios se esfuma,
vienen otros dioses para tomar su lugar: «los poderes de la Naturaleza, la Razón, la Ciencia, la Historia, la Evolución,
la Democracia, la Libertad Individual y la Tecnología…» (West 1971:99), u otras manifestaciones de la religión secular,
tales como la ideología.

Más allá del esquema sujeto-objeto
Para la existencia misionera de la Iglesia en el mundo, todo esto tiene consecuencias profundas y de largo alcance.
Implica que la naturaleza, y especialmente las personas, no pueden ser vistas como meros objetos manipulables y explotables.
Esta nueva epistemología para la misión implica también la necesidad de confrontar la tecnología con una realidad
fuera de ella misma, la cual no depende de sus cánones de racionalidad y, por lo tanto, nunca estará sujeta a su poder
determinista. Esta realidad se puede identificar como el Reino de Dios, el cual subsiste en tensión polémica con el sistema
cerrado de este mundo.

El redescubrimiento de la dimensión teleológica

Esto señala una ruptura con la idea de que todo tiene
que ser consecuencia predecible o determinada de alguna ley, algo dado de manera inmutable. Se reintrodujeron las categorías
de contingencia e incertidumbre. La noción de cambio —la creencia que las cosas pueden ser diferentes, que no
es necesario vivir según viejos modelos establecidos, que no todas las cosas suceden siguiendo leyes inmutables de causa
y efecto— vuelve a ser reconocida como una categoría tanto teológica como sociológica, e infunde esperanza en el
corazón de millones, especialmente entre los menos privilegiados. Las nociones de arrepentimiento y conversión, de visión,
de responsabilidad, de revisión de realidades y [página 436] posiciones anteriores, sumergidas por muchos años por
la lógica sofocante del rígido pensamiento causa-efecto, vuelven a surgir una vez más para inspirar a personas cuya esperanza
se había desvanecido (:373s, 384) y al mismo tiempo para dar una nueva importancia a la misión cristiana.


El desafío al pensamiento progresista
Originalmente, la acción de las sociedades misioneras en relación con las necesidades cotidianas de las personas se
dio casi exclusivamente a nivel de caridad: ayuda a los damnificados, cuidado de huérfanos, puestos de salud básica y
cosas por el estilo. Durante la tercera década de este siglo, y en particular durante la Conferencia del IMC en Jerusalén
(1928), se propagó la idea de un «acercamiento más abarcador». La Iglesia debía ir más allá de la simple provisión de un
«servicio tipo ambulancia»; debía ocuparse de la «reconstrucción rural», de la solución de los «problemas industriales»,
etc. Después de la II Guerra Mundial esta filosofía del «acercamiento abarcador» pasó por reformas hasta llegar a ser
reemplazado por la noción de «desarrollo». Tanto católicos romanos como protestantes se unieron con entusiasmo al
nuevo proyecto.
El proceso se complicó más por el hecho de que la gente muchas veces era considerada como simples objetos dentro
de la red de planificación, transferencia de mercancía y coordinación logística, donde el agente de desarrollo iniciaba, planeaba
y hacía las veces de amo y señor. Aún más importante era todo el área del poder. Ya es claro que en el fondo éste
era el meollo del asunto y que un desarrollo auténtico no tendría lugar sin la transferencia de poder. Parece que los «desarrollistas
» occidentales, sin embargo, no tenían voluntad o capacidad para transferir el poder a los pobres del Tercer Mundo.

Un marco fiduciario
Ahora sabemos, entonces, que no existen «hechos brutos»: sólo existen hechos interpretados, y tal interpretación está
condicionada por la estructura de plausibilidad del científico, la cual se produce, en gran parte, cultural y socialmente. Un
ejemplo es el papel que ha jugado en Occidente la ideología. Las grandes ideologías del siglo veinte —marxismo, capitalismo,
fascismo y socialismo nacional— deben su existencia al cientificismo de la Ilustración. Por naturaleza, la ideología
se disfraza de ciencia y apela a la razón objetiva. Lübbe argumenta que las ideologías emplean todas las técnicas de la
ciencia con la intención de convencer a todos que son objetivamente verdaderas (1986:54).
A pesar de su supuesta base científica (o quizás debido a ella), las ideologías, sin embargo, funcionan en términos
prácticos como religiones (cf. Lübbe 1986:53–73). Más precisamente, son religiones erzatz, sustitutos de la religión (:57);
tienden a incorporar formas explícitamente religiosas y hasta ritos (:58s, 62).5 Son, en palabras de Raymond Aaron, «el
opio de los intelectuales» (referencia en Lübbe 1986:63).
La física a partir de Einstein, el descubrimiento de la ambigüedad del poder, la crítica implacable del Tercer Mundo de
las presuposiciones tradicionalmente sagradas de la ciencia y la manera en que las ideologías han usurpado el lugar tradicional
de la religión subyacen a la crisis en que cayó la Ilustración. La objetividad, generalmente atribuida a la ciencias
«exactas», ha demostrado ser una ilusión y, en efecto, un ideal falso (Polanyi 1958:18). El marco «objetivista» ha mutilado
la mente humana (:381). Por lo tanto, Polanyi (:266) propone una perspectiva en la que una vez más debemos reconocer
la fe como la fuente de todo conocimiento y en la que abracemos conscientemente un «marco fiduciario». «Toda verdad —
dice él (:286)— no es más que el polo exterior del creer, y destruir el creer sería negar toda verdad.» Polanyi luego promociona
(:266), como punto de partida para la investigación científica, el refrán de Agustín: nisi credideritis, non intelligitis (a
menos que uno crea, no entiende).6

[Nuestra capacidad crítica] ha dotado a la mente de una capacidad para autotrascenderse, de la cual nunca más podremos
desprendernos. Hemos comido del Árbol una segunda manzana que ha puesto para siempre a riesgo nuestro conocimiento
del bien y del mal: desde ahora en adelante tenemos que aprender a conocer estas cualidades a la luz cegadora
de nuestras nuevas capacidades analíticas (1958:268).
Puesto que sabemos que ningún supuesto hecho es verdaderamente neutral o libre de valores y que la antigua línea
divisoria entre hechos y valores se volvió borrosa, ahora somos mucho más vulnerables que antes. Además, sabemos
mejor que nunca que, aunque el futuro permanece abierto e invita a la libertad, se nos advierte respecto a nuevas tiranías
y estamos enfrentando nuevas ansiedades. Al mismo tiempo, somos conscientes de que fueron precisamente los ataques
prolongados contra la religión por parte de los racionalistas los que nos forzaron a renovar las bases de la fe cristiana (Polanyi
1958:286). Esta percepción reviste de una importancia determinante para la actitud de la misión y del misionero cristianos
frente a personas de otras creencias.

Optimismo en disciplina

Como los otros elementos de la cosmovisión de la Ilustración, el creer que todos los problemas pueden resolverse en
principio también se encuentra bajo presión creciente. Los grandes proyectos de Occidente, tanto los domésticos como los
que tuvieron lugar en el Tercer Mundo, han sido casi todos un rotundo fracaso. El sueño de un mundo unido, donde todos
disfruten de paz, libertad y justicia, se volvió una [página 442] pesadilla de conflicto, esclavitud e injusticia. La decepción
es de tal magnitud y tan fundamental que es imposible desconocerla o reprimirla.

El horizonte ya no es ilimitado. Una vez más estamos conscientes, igual que nuestros antecesores, de la imposibilidad
de conocer más que una fracción de la realidad. Fue en vano que la humanidad se consumiese en su esfuerzo
por edificar la torre de Babel.
Todo esto no sugiere, sin embargo, que debemos rendirnos ante el pesimismo y la desesperanza. La gente a nuestro
alrededor está buscando un nuevo sentido para la vida. Este es el momento en que la Iglesia y la misión cristianas, una
vez más, podrían humilde pero firmemente presentar la visión del Reino de Dios, no como una utopía sino como una realidad
escatológica que brilla, aunque de manera opaca, en medio del presente sombrío, lo ilumina y le da sentido. Es un
sendero que va más allá del optimismo de la Ilustración y el pesimismo posterior.

Hacia la interdependencia

El credo de la Ilustración enseñaba que cada individuo está en libertad de buscar su propia felicidad, independientemente
de lo que otros piensen o digan.
Se necesitan dos cosas para romper la cadena de esta espuria doctrina de la autonomía y rescatar lo verdaderamente
humano. Primero, debemos reafirmar lo indispensable de la convicción y del compromiso. Sin ellos, a largo plazo, nadie
sobrevive en realidad. Lo que se demanda ahora es estar dispuestos a una postura firme aun si resulta no conformista o
peligrosa. La tolerancia no es una virtud sin ambigüedad, especialmente la del tipo «yo estoy bien, tu estás bien», que no
deja lugar para el desafío mutuo.
En segundo lugar, necesitamos recobrar el sentido de pertenencia, de interdependencia, de «simbiosis» (cf. Sundermeier
1986: passim). El individuo no es un mónada sino que forma parte de un organismo. Vivimos en un mundo, en el
cual el rescate de unos a expensas de otros no es posible. Únicamente hay salvación y supervivencia juntos. Esto incluye
no sólo una nueva relación hacia la naturaleza sino también entre las personas.